
Mientras divisan el alumbrado navideño por las calles de la ciudad, Ismael relata una anécdota.
En medio del agite de diciembre, abordé un taxi y, mientas llego a mi destino, el conductor me cuenta una historia con nostalgia.
Desde el pasillo que da a la avenida, saliendo del centro comercial, aceleré el paso para tomar el taxi que vi estacionado, intentando que no lo “cogiera” otra persona. Faltaban menos de diez minutos para las seis de la tarde —a esa hora, se hace más difícil el transporte—.
Al salir a la calle sobrecoge el comienzo de la noche, bajo un melancólico firmamento poblado por el gris de la tarde. Se nota como las personas, así como el atardecer, empiezan a rendirse y se da en sus desplazamientos una misteriosa prisa por terminar, por llegar.
Me acomodé en el taxi. Tranquilo, empecé a disfrutar del maravilloso encanto de las luces navideñas. También inicié con el conductor, hombre trigueño, de unos sesenta años, una amena charla informal. Comentamos de lo pesado del tráfico a esa hora y de la congestión en esta época del año, pero siempre admirados por el alumbrado. Mientras avanzábamos llegamos al tema de los compromisos y regalos de fin de año.
Me impresionó la breve historia que, diría, con pacífica nostalgia, me relató el conductor. Pero antes digamos que quien me trasportaba era asalariado del taxi. Le pregunté por el horario de trabajo, que empieza a la cuatro de la mañana y termina a las ocho de la noche.
Veamos, ahora, su historia:
- Mi hija se acaba de graduar en la universidad del Quindío.
¿Qué terminó?, interrogué.
- Señor, ingeniería civil. Pero mire le cuento: mi señora una semana antes del grado me advirtió que le estaba preparando una verdadera sorpresa a la niña. “Mijo, la niña se merece todo”. Me dijo que tenía que hacer un gran esfuerzo para ayudarle con la sorpresa. Sonriendo, comenté: le vamos a preparar una buena comida, invitamos a los primos y ponemos música.
Mi mujer entre sorprendida y seria, me comentó: Ismael, es algo muy especial. Recuerda todos los sacrificios de la niña para alcanzar su grado.
Me quedé callado. Ella me encargó un gran esfuerzo para antes de ese día. Entonces, unos de $50 mil.
Permaneció en silencio, dejó de fregar la loza, se secó las manos con el trapo de la cocina y me recordó que para esa sorpresa ella venía recogiendo todo el año. Le subí hasta $100 mil. - Lo que más puedas, mijo. Además, irá Pedro, el novio de la niña, añadió, casi orgullosa.
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Para ese día el patrón me dio permiso y me prestó el carro. La ceremonia fue hermosa. Cuando la llamaron, señor, yo temblaba. Mi esposa me apretó y lloraba. La niña estaba bella; triunfal, hermosa, se vino hacia nosotros y el tibio abrazo más grande de nuestras vidas. Entonces regresó con sus compañeros a su puesto.
Terminada la ceremonia mi esposa y yo adelante; atrás la niña, su novio y el primo de la niña. Nos siguieron, en otro carro, los invitados a la celebración. Mi mujer me indicó que subiendo por la avenida a mano derecha me cuadrara en el parqueadero de un restaurante. Sorprendido me cuadré. Los amigos estacionaron al lado nuestro. Superando la emoción del lugar seguía en el sueño de ese día.
Los muchachos del restaurante, esperaron que nos acomodáramos y llegaron con unas cartas grandes, que pronto entendí, contenían los platos que ofrecían. La niña gozosa, vigilaba que su mamá y yo estuviésemos bien. Ella, radiante. Después de lo del pedido, disfrutamos la cena. Éramos nueve personas, el brindis algunos lo hicieron con vino. Yo, con una cerveza; mi niña asintió con una leve sonrisa; mi mujer, muy contenta. Avanzaba la celebración. Todos entretenidos, charlando y satisfechos con semejante comida. Después de más de una hora, ella se retiró. Noté que se demoraba. Me acerqué y de inmediato entendí que Adelita, mi esposa, estaba asustada.
- Ismael, —me comentó en voz baja— la cuenta suma $540 mil y solo tengo $400 mil.
Otra vez, alarmado, pensé en llamar a mi patrón para que me auxiliara.
- No te preocupes, entreténgalos otro ratico. Voy donde el patrón por la platica que falta.
En ese momento le indique al conductor, que girara a la izquierda y me dejara en la puerta del edificio puesto que habíamos llegado. Giró y se estacionó.
- Termine —le rogué al señor—.
Apagó el auto y dejó la luz interior encendida.
- Bueno. El tío de la niña abandonó la mesa y nos preguntó qué pasaba. Adelita apenada le comentó que yo salía por el dinero. No se preocupen, sonrió, préstame lo que tienes y yo completo. Así fue señor, pero pasamos felices. No lo olvidaremos.
- He descansado señor le dije al conductor.
Cancelé la “carrera” y me bajé. Las luces navideñas encendidas.
Hernando Gutiérrez Aristizábal
dihopa@hotmail.com
LA CRÓNICA