Las opiniones expresadas por los columnistas son de su total y absoluta responsabilidad personal, no compromete la línea editorial ni periodística de LA CRÓNICA S. A. S.
Perdí a una amiga. Fue hace un par de meses, aunque no recuerdo bien el día ni la hora porque no lo decidimos con acuerdos ni con hechos. No hubo una conversación en la que alguna le dijera a la otra que ya no quería –o necesitaba– de su compañía en el mundo. Simplemente la impertinencia del silencio dio el veredicto. Nos desvanecimos tanto o peor que un huracán agónico: sin permiso, arrasando la tierra, dejando rastros de dolor.
Sospecho que nos sucedió lo que a Pádraic y Colm, los protagonistas de la película The Banshees of Inisherin: nos convertimos en fantasmas. En Inisherin –una lejana isla en la que lo único que pasa es el tiempo– viven dos amigos: Pádraic, un granjero tranquilo que ama a su mascota y a su hermana, y Colm, un viejo compositor musical y violinista que además talla madera. Es 1923 y en Irlanda arde la Guerra Civil: las bombas estallan al frente de la isla, el humo se dispersa en el viento y los disparos irrumpen a medianoche. Nada lo suficientemente importante como para perturbar la tranquilidad.
Son mejores amigos. Cada día van juntos a tomar cerveza en el pub de la isla: es su ritual sagrado. Pero un día C decide no ir, así, sin más: no le mira ni le explica ni le dirige la palabra. P se derrumba, no entiende, brutalmente se desacomoda. La gente que los conoce sabe que algo sucedió: ¿pelearon?, sospechan. Pádraic no tiene respuesta. El asunto, la tragedia de esta historia, es que Colm decidió terminar unilateralmente la amistad con Pádraic. Parece que el viejo se dio cuenta de dos cosas importantes: que Pádraic es un tipo aburrido y que su amistad riñe con la urgencia por componer una obra maestra con su violín y ser inmortal antes de que muera. A los días se lo hace saber con fuerza, sin piedad, como un disparo seco en la sien.
Una noche se enfrentan en el pub. Ebrio, Pádraic le dice que la diferencia entre ambos es que él sí es amable. Le expresa su comprensión al buscar la inmortalidad en la memoria de la gente por medio de una gran obra, pero insiste en que la verdadera inmortalidad nos la ofrece el ser amables. P lo mira –sabe que ese fue su último intento– y se va. A veces la violencia simbólica perfora más que la física porque tal vez la guerra que se vive al otro lado no precisa tanta urgencia como la propia. Esa en la que no hay bombas ni balas ni sangre, pero sí una íntima y silenciosa destrucción. Por eso yo también me fui.
Hace poco repasé una a una las veces que remé la barca en la que juntas navegamos y comprendí que eran mis brazos los únicos que remaban ya: naufragamos, entonces, por mi reclamo invisible a su falta de amabilidad. Una mujer escribió un día que una presencia tiene un espacio limitado. La ausencia, en cambio, lo ocupa todo. Hoy elijo atravesar el dolor. No con una bala ni con un grito de reclamo. Sino con la misma ternura con la que un día nos acompañamos.