Opinión / FEBRERO 02 DE 2023

Dos cuentistas

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En Tres rosas amarillas, el último cuento que publicara antes de su muerte, el escritor norteamericano Raymond Carver rinde homenaje a unos de sus maestros, el ruso Antón Chejov, figura tutelar de la tradición cuentística universal y de quien se conmemoraron 163 años de su nacimiento el pasado 29 de enero.

Considerado por algunos como premonitorio de su propia muerte, Carver recrea en el relato los últimos días del maestro ruso y, con un buen sustrato documental recabado de los textos testimoniales que dejara no solo Chejov sino algunas personas cercanas como su esposa, sus hermanos y su editor −cartas, diarios−, logra sintetizar algunas de las ideas que sobre la vida y el ejercicio creativo tenía el autor de La dama del perrito. Escribe Carver: «Chejov no creía, jamás había creído, en una vida futura. No creía en nada que no pudiera percibirse a través de cuando menos uno de los cinco sentidos… carecía –según confesó en cierta ocasión− de “una visión del mundo filosófica, religiosa o política. Cambia todos los meses, así que tendré que conformarme con describir la forma en que mis personajes aman, se desposan, procrean y mueren. Y cómo hablan”».

Ese pragmatismo y claridad marcaron el desarrollo de una obra que sigue seduciendo a lectores de todo el mundo por la destreza y precisión con la que logra retratar la complejidad del ser humano, en pocas páginas y con un estilo que rezuma belleza sin necesidad de un lenguaje alambicado. De esa agudeza y sensibilidad se nutrió Carver para, en el siglo posterior al de Chejov, proponer su mirada acuciosa a la realidad de la clase media norteamericana, donde se encuentran personajes en apariencia anodinos, pero de gran potencia vital y narrativa; para llevar sus afugias y peripecias a piezas literarias de magistral factura.

Para Chejov y Carver sus editores jugaron un papel determinante. En el inicio del cuento Tres rosas amarillas asistimos a una cena de Chejov con Alexéi Suvorin, quien además de editor fue su amigo y confidente. Mantuvieron una correspondencia constante y en 1890 Chejov le escribe este mensaje que también da buena cuenta de lo consciente que era sobre sus intereses al escribir cuentos realistas: «Me atacas por mi objetivad, llamándola indiferencia al bien y al mal, carencia de ideales y de ideas, y así por el estilo. Quisieras que al describir unos ladrones de caballos yo dijera: “robar caballos está mal”. Pero eso se ha sabido desde hace siglos sin que yo lo dijera. Dejemos que sea el jurado quien los juzgue; yo simplemente me ocupo de mostrar qué tipo de gentes son».

Sobre Carver sabemos que fue Gordon Lynch, su mentor y editor, el encargado de llevar sus cuentos a un extremo de concisión y eficacia para algunos cuestionable, “podando” hasta cerca de un cincuenta por ciento las versiones originales. De todas formas, hay que agradecerles a Suvorin y a Lynch por posibilitar que las genialidades de Chejov y Carver encontraran el camino hacia los lectores que hoy los reverenciamos.


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