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La separación de poderes es determinante para consolidar la democracia porque supone la independencia y autonomía de las estructuras de los poderes legislativo, judicial y ejecutivo, y al mismo tiempo establece límites para evitar abusos, de tal manera que esos órganos de poder cumplan rigurosamente con sus funciones fundamentales mediante el beneficio común y no para el favorecimiento personal de quienes ocupan esos cargos; lo que implica el fortalecimiento del sistema de frenos y contrapesos de esas instituciones de poder.
Es por eso que el real cumplimiento de la división de poderes garantiza la existencia y el ejercicio de las libertades religiosas, políticas, culturales, laborales, económicas, sociales y de todo orden. Sin embargo, esa separación de poderes, tan mencionada y erigida con orgullo nacional, no es tan sólida como se quisiera, ya que, nuestro país está sumergido completamente en un exacerbado presidencialismo, en el cual el presidente de la República es el jefe de Estado, jefe de gobierno, máxima autoridad administrativa, símbolo de la unidad nacional y comandante supremo de las fuerzas armadas de Colombia; adicionalmente el presidente, elabora la terna para que la Corte Suprema de Justicia elija al fiscal general de la nación; postula un candidato en la terna para que el Senado elija al procurador general de la nación; igualmente puede ternar un candidato en la terna para que el Senado elija Magistrados de la Corte Constitucional de Colombia; nombra con total independencia y autonomía a ministros, directores de institutos descentralizados, departamentos administrativos, superintendentes y miembros de la junta directiva del Banco de la República. Por estos días el presidente Gustavo Petro ha despertado gran preocupación y ha provocado múltiples críticas a sus recurrentes equivocaciones en la toma de decisiones y por su evidente intromisión en los asuntos de otras instancias de poder; pero el punto es que cualquiera que sea el mandatario del país entiende muy bien que el poder ejecutivo sugiere una evidente superioridad y predominio sobre los otros poderes; y aunque el considerar que el gobernante es poseedor de ese megapoder, es claramente una concepción obsoleta y anacrónica, que discrepa abiertamente con las democracias constitucionales de los estados modernos.
En nuestro modelo de estado se presenta fundamentalmente por las alianzas naturales existentes entre el ejecutivo y el legislativo, ya que el congreso vota mediante bancadas partidistas los proyectos presentados por el gobierno, estas se vuelven necesarias para el presidente, por lo que, para tenerlas de su lado, precisa de concesiones específicas como contratación, nombramientos en las estructuras de poder, entre otros beneficios. En ese contexto es necesario comprender que, si bien es cierto que el presidente está sujeto al control político en el congreso y al jurídico de la corte suprema de justicia; la inmunidad política y jurídica, parece estar asegurada durante el periodo de su cargo y también después de haber culminado sus funciones; esa ausencia de responsabilidad real de presidentes y expresidentes puede ser la relación estrecha entre los gobernantes con la justicia y los demás órganos de poder del estado. Este sistema puede cambiar si los ciudadanos así lo deciden.