Las opiniones expresadas por los columnistas son de su total y absoluta responsabilidad personal, no compromete la línea editorial ni periodística de LA CRÓNICA S. A. S.
Haciendo un leve esfuerzo, mi memoria aún me alcanza para llegar a dos salas de cine en la Armenia de los años sesenta del siglo pasado.
El teatro Tigreros y el Parroquial conocido como el pulgueros. Allí aprendí a sufrir dramas ajenos y a reír con las ocurrencias de Viruta y Capulina y a sentirme héroe del talante del enmascarado de plata.
El pulguero quedaba en lo que hoy es la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús y no le pasó lo que sí a la improvisada sala de cine de Macondo, cuando a Bruno Crespi le dio por llevar el cine. Los macondianos se indignaron por la burla inaudita de que un personaje muerto y sepultado en una película, apareciera vivo y dando bala en otra.
Los habitantes de Macondo rompieron la silletería y se declararon víctimas de gitanos y no volvieron al cine porque consideraron que no valía la pena ponerse a llorar penas ajenas.
Esta pequeña introducción me sirve para recordar los que para mí, son los doce momentos mágicos del cine, lo cual no quiere decir que el lector tenga los suyos propios.
Aparecen en orden cronológico. Hay películas galardonadas que nadie las recuerda, por el contrario hay películas no tan buenas, pero que tienen una escena que entra por los laberintos de los sentidos y se instalan para siempre en los resquicios del corazón y nos persiguen por la eternidad de los años y nos impiden trazar la línea que separa la realidad y la ficción.
En 1925 Serguei Eisenstein en El Acorazada de Potemkin, crea una escena que se inmortalizó al recrear la represión del Ejército del zar en 1905 en las escalinatas de Odessa.
En medio de la represión una mujer es alcanzada por una bala, el coche en el que llevaba a su bebé corre escaleras abajo, mientras otra mujer lleva en sus brazos a su hijo asesinado por los disparos de los cosacos. Esta escena ha sido reconocida universalmente y directores de la talla de Francis Ford Coppola en El Padrino, Brian De Palma en Los Intocables y Woody Allen en Bananas le rindieron homenaje.
Otra escena inmortal, también de 1925 en La Quimera del oro, es aquella en la cual Charlot (Charles Chaplin) se encuentra en una cabaña con Jim Mackay (Mack Swain) muertos de hambre y sin nada que comer.
Charlot cocina su zapato y en un plano de similitud absoluta lo consume como si fuera un pescado, las puntillas son las espinas y los cordones son espaguetis. Jim ve a Charlot como si fuera una gallina y cuando se dispone a matarlo, entra un oso y le salva la vida.
Quedan para la próxima columna, momentos mágicos de películas que llenaron para siempre la cinemateca del corazón.
En adelanto, como en el paseo de Leandro Díaz, van Ladrón de bicicletas, y Los Unos y los otros.