Opinión / ABRIL 01 DE 2023

No acabar con lo impreso

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Las prácticas de lectura tanto en formato digital como en formato impreso plantean un problema no resuelto, ni totalmente a favor ni totalmente en contra de una y otra experiencia práctica. Los soportes digitales para la lectura presentan amplias y variadas oportunidades: uno, portabilidad: podemos tener en un dispositivo cientos o hasta miles de artículos y libros que llevamos a cualquier parte, constituyendo lo que Roger Chartier (historiador del libro) plantea como biblioteca universal: “Ya no hay un lugar del texto: cada lector, en su propio lugar, puede tener acceso a ese patrimonio textual universal” (1999). Dos, asociado directamente a lo anterior, transmisibilidad inmediata: internet se presenta como el canal global para enviar datos y contenidos que son libros, artículos y otro tipo de textos en diferentes formatos; aquí los temas de acceso privativo o abierto se presentan como la batalla económica, política y cultural. Tres, la posibilidad de transformar el texto: esto es, como lectores podemos intervenir en la composición del texto a través de “cortar, desplazar, cambiar el orden, introducir su propia escritura, etc.” (Chartier) Lo que otros han denominado pasar de ser consumidores de contenidos a prosumidores de los mismos. 

A pesar de estas y otras oportunidades o posibilidades que nos arrojan las tecnologías digitales al respecto de los artículos y libros, las prácticas de lectura actualmente siguen presentando una amplia disposición hacia lo impreso, que no conviene eliminar u olvidar. Por un lado, escribir en el margen, cambiar la página, llevar el texto bajo el brazo, buscar y maravillarse con una colección de libros en una biblioteca o librería, encontrar un texto no buscado, leer en cualquier lugar con mínimas condiciones tecnológicas, es decir, algo de luz natural o artificial y un poco de silencio. Por otro lado, ejercitar la memoria recordando la página o lugar de una frase o palabra, coleccionar, custodiar, organizar revistas o libros, que son mucho más que solamente contenido textual, pues también son objetos culturales que dicen, significan y proponen desde su misma materialidad. El libro es más que contenido. 

El formato digital es necesario y conviene promoverlo y favorecerlo, especialmente a través de alfabetizar en el mismo, para superar la ignorancia funcional que ampliamente se presenta. Sin embargo, los textos en formato digital tienen la siguiente dificultad: son textos sin historia, sin huellas. Probablemente tengan historial de consulta, cuántas veces se ha prestado, quiénes lo han prestado, lugar y hora, tiempo sugerido en minutos de lectura; pero, carecen de esa historia asociada a su aspecto físico, sus notas al margen, sus páginas incompletas, erráticas o mutiladas, el olor y el color del papel envejecido, las marcas de propiedad, es decir, ese nombre que aparece al comienzo del texto donde se deja el sello del propietario, entre otras. Son aspectos que se cuestionan desde una idea de higiene del texto digital, el cual está libre de estos “problemas”, pero que eliminan la experiencia vivida del texto impreso. Por más envejecido que esté un texto, no es una amenaza mortal para el lector. Es importante entonces apelar a la materialidad de los textos, la cual tiene su importancia en las prácticas de lectura. Importante que las bibliotecas públicas y académicas tengan una función híbrida de promover los textos en formato digital y en formato impreso. No conviene que lo digital marque el final de lo impreso. Como la escritora española Irene Vallejo dice en su conocido mundialmente El infinito en un junco: la invención de los libros en el mundo antiguo (2019), “la historia del libro es importante vivirla y conservarla completa en “libros de humo, de piedra, de arcilla, de juncos, de seda, de piel, de árboles y, los últimos llegados, de plástico y luz”. 
 


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