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Siempre me ha inquietado la forma como quienes se han declarado ateos enfrentan su vida frente a tantos altibajos y situaciones conflictivas como las que suelen presentarse, sin más alicientes para ellos que los que les brinda un mundo lleno de ilusiones, de quimeras, de cosas muchas veces lindas, pero pasajeras. Un mundo sin esperanzas en un ser superior, en un Dios que nos creó y nos regala la fe y la esperanza de una vida inmortal libre de las contradicciones y los sinsabores a los cuales por naturaleza humana nos sometemos frente a las realidades del bien y del mal. Vivir el día, luchar, esforzarnos, para quienes creemos, nos impregna una fuerza especial que nos hace sentir una compañía permanente, que jamás estamos solos y que siempre hay posibilidades de que todo tiene que pasar cuando las dificultades y los problemas nos atacan. Que poco a poco, con esa fe, vamos saliendo a flote y que al final del túnel, hallaremos nuevas luces, nuevas energías, nuevos horizontes.Creer en todo ello, en una resurrección como el mismo Jesús la experimentó y de la que todos los bautizados estamos llamados a ser partícipes, como triunfo sobre la muerte eterna que representa la peor derrota para un ser humano, es la máxima exaltación y motivación frente a todos esos avatares de la vida. La disfrutamos, la gozamos, pero también la afrontamos con valentía, con altruismo y con deseos de crecimiento no solo material, sino también espiritual y emocional.
Por ello, hoy el Maestro a través de San Lucas nos recuerda una vez más que el Padre es un Dios de vivos, no de muertos, aunque en tantas ocasiones nuestras prácticas, nuestros temores, nuestras formas de reaccionar ante la muerte demuestren algo contrario a esa afirmación. Esto no es cuestión de fanatismo religioso: Es la plena realidad de lo que experimentamos.
El desespero reina, cuando perdemos la fe, cuando creemos que todo está perdido, que estamos enfrentando solos los conflictos cotidianos, cuando todo parece perdido y lejos de nuestro control. Olvidamos todo el soporte que nos brinda ese Dios que siempre permanece a nuestro, aunque lo ignoremos. Es que solos es imposible para cualquier persona sujeta a la fragilidad humana. Por ello es necesario en forma permanente hacernos una reingeniería mental, pero de la mano de Jesús. Y ante todo, mantener siempre un clima de fraternidad y de sana convivencia con quienes mantenemos un contacto permanente, aunque en más de una ocasión ello se torne dificultoso. Una fraternidad sin egoísmos, como preludio de la que solo en la fe podremos mantener y la que Dios nos promete con la resurrección, pilar de nuestra fe.
Esto es coherencia de vida, si es que realmente profesamos esa fe. Imposible pensar que nuestra vida se limita a los pocos o muchos años que acá la disfrutemos. Un día termina y solo los valores humanos, espirituales que hayamos cultivado, nos acompañarán en el mas allá como nuestra única carta de presentación ante Dios. Lo demás ya habrá pasado para nosotros. Esto lo tenemos aparentemente claro, pero al parecer lo olvidamos con gran facilidad. La pregunta final sería: ¿Si todo acabase con la muerte, qué objeto tendría tanta lucha, tanto esfuerzo por unos pocos años, frente a lo que es toda una eternidad?
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