Las opiniones expresadas por los columnistas son de su total y absoluta responsabilidad personal, no compromete la línea editorial ni periodística de LA CRÓNICA S. A. S.
Vuelve el triste toque del silencio en las guarniciones militares, las banderas de Colombia en los fríos féretros, el llanto estéril y los dolores de patria de unos pocos, de nuevo la zozobra se toma los campos, vuelven los ríos a vestirse con el manto siniestro del petróleo y más compatriotas en dolorosos procesos de recuperación después del trauma de una emboscada o una amputación que les marcará por siempre el resto de sus vidas.
Volvemos a sentir a las fuerzas militares atadas las manos y a cientos de familias correr despavoridas buscando salvaguardar sus vidas con toda su fortuna apilada en un viejo costal, los niños abandonando con prisa sus rústicas escuelas, el nombre de juguetes, e incluso a sus amadas mascotas.
De nuevo el surco a merced del clima, la cosecha en inminente riesgo y con ello la comida de millones en peligro, incluso la de sus verdugos.
Pareciera que todo nos cansa, nos incomoda, nos molesta, menos sacrificar la vida de inocentes que están en el frente de batalla buscando el sustento para sus familias y un mejor porvenir para los suyos, mientras los poderosos en sus cómodos sillones dando órdenes siniestras.
No queremos más reconocimientos a los héroes caídos o discursos rimbombantes desde un atril, ni madres llorando de por vida a los hijos que con renovadas ilusiones parieron años atrás, para que pensiones de sobrevivencia o medallitas en la solapa de un traje oscuro si todo lo que deseamos es tenerlos cerca, verlos de nuevo sonreír con renovado entusiasmo y sentir una vez más su cálido abrazo.
Acaso una marcha más de desagravios los regresará a la vida, sanará las heridas, nos devolverá la paz perdida; ¿cuántas vidas más se tienen que sacrificar para que entendamos que solo si todos remamos en una misma dirección llegaremos a las playas tranquilas que siempre hemos soñado?
Para que el título de héroes si yacen bajo tierra y de su ejemplo de lucha nadie hará eco, como duele contemplar la fotografía en su habitación cuando sonreía despreocupado si tiene más fuerza la imagen de su rostro inerme en un gélido féretro, no tiene sentido las marchas de camisas blancas, si otras manchadas de sangre se esconden en su madriguera.
Todo lo que siempre soñamos fue abrazarlos de nuevo, escuchar su cálida voz, su sonrisa contagiosa, verlos soñar con un mejor mañana e inclinarse de nuevo en el apacible surco arando la tierra, cuidando las semillas, recogiendo sus frutos para alimentar incluso a quienes no conocían.
Con qué muerte finalizará el baño de sangre en que estamos inmersos sin querer, cuál será la última lágrima de una viuda, de un huérfano, la última cruz oxidada a la vera de un camino, o el último discurso estéril desde un púlpito reclamando la esquiva paz.
La paz no se consigue con decretos, ni mostrándole los dientes al adversario, la paz no es potestad de unos pocos, la paz no es ausencia de guerra, ni fusibles en silencio, la paz es el reflejo de personas sanas, tranquilas, de una sociedad justa e igualitaria, donde se respeten todas las normas y los infractores reciban el peso de ley no el peso de amigos poderosos que intercedan por ellos.