Autor : Roberto Restrepo Ramírez

Jair Londoño Torres.
El recuerdo de un campesino que hizo varias artesanías inmortales.
Guadua y bambú son símbolos agrarios del municipio de Córdoba, en el departamento del Quindío, población cordillerana que también encarna todavía el modo de vida campesina, así como la remembranza de dos episodios de ingrata recordación: la violencia política de los años aciagos del siglo XX y el día del terremoto de 1999. Este poblado fue el epicentro del movimiento telúrico y donde mayor tragedia se presentó en las plantas físicas de sus casas tradicionales de bahareque. Fueron muchas las desaparecidas, que estaban construidas con esterilla de guadua, “empañetadas” a su vez con argamasa de “boñiga” y luego cubiertas sus paredes con cal líquida. Toda una técnica ancestral, detrás de la cual sobresalieron los primeros constructores y albañiles, seres sencillos, como que también de ellos descienden los actuales habitantes. Se destruyeron las humildes estructuras arquitectónicas, pero quedó el material originario (bambú y guadua) que crece en los alrededores del municipio, para seguir levantando y gestando otros sueños.
En la actualidad, varios artesanos de la guadua crean permanentemente las obras de manufactura, que se pueden comprar en los almacenes ubicados en el casco urbano. Y, tímidamente, se asoman algunos vestigios de casas amorosas, donde el bahareque todavía es príncipe. Una de ellas, la de la familia Salgado, arriba de la plaza y su Casa de la Cultura “Horacio Gómez Aristizábal”, construcción esta donde las rollizas y bellas guaduas, empleadas para levantar la sede, enaltecen ese símbolo agrario. La casa de los Salgado, mientras tanto, trae el recuerdo de la vida plácida de antaño.
Antes de la entrada principal a Córdoba, también relacionadas con sus símbolos, se encuentran dos estancias representativas, el Centro Nacional para el Estudio del Bambú-Guadua y la galería Flor de Café. El primero, el mayor centro investigativo del material versátil, que también estuvo en el panorama constructivo de los pobladores prehispánicos. Y el segundo, un lugar ensoñador, creado en vida por el personaje más emblemático de Córdoba, don Jair Londoño Torres. Son dos sitios para solazarse con la naturaleza, el arte y la cultura. Pero, paradójicamente, están ausentes de una oferta que represente el manejo sustentable del turismo. Están, a su vez, conectados con otros atributos. Si miramos a su alrededor, el patrimonio natural es rebosante en el municipio de Córdoba. Su riqueza hídrica. Bosques y reservas de la sociedad civil. Miradores naturales, como el Alto de Carniceros, ubicado en la vía pavimentada que comunica con Pijao. Un túnel de samanes formado con troncos arqueados sobre la vía de entrada desde la carretera central. Las cascadas de Rioverde. Los senderos ecológicos y las fincas cafeteras. Córdoba, con orgullo, es llamado “Arrullo de guaduales”.
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En la galería Flor de Café quedó inmortalizado el recuerdo perenne del artista campesino que fue don Jair Londoño Torres. Conocimos detalles sobre su vida, al escuchar una de las ponencias presentadas en el desarrollo del XIX Congreso Colombiano de Historia, realizado en el mes de octubre de 2019 en Armenia, cuando fue leída por su autora, Andrea María Londoño Morales. Se trató, más bien, de una conferencia que se enmarcaba en el propósito de cinco centros locales de historia de igual número de municipios del Quindío, por rastrear los primeros 50 años de desenvolvimiento ciudadano en los marcos de sus plazas principales. Si bien se recuperaron las historias de casas y sus moradores en Salento, Filandia, Calarcá y Armenia, el tema de Córdoba giró en torno del protagonismo de don Jair, con el título que se inscribió para la ponencia, todavía inédita, “Un hombre campesino en la historia de Córdoba”.
Su autora y ponente nos enseñó otra faceta de Córdoba -y de su plaza principal- a partir de la semblanza de “un hombre campesino con alma de artista y mencionando un hecho histórico sucedido en esa jurisdicción, alrededor de la violencia partidista. Se le llamó “la encerrona” y su descripción nos dejó uno de los más tristes sucesos del fratricida conflicto que vivieron los pueblos del Quindío en los años 40, 50 y 60 del siglo XX, en sus plazas principales.
Al ser don Jair uno de aquellos testigos de la historia regional, a él acudió uno de los más famosos antropólogos colombianos, Jaime Arocha, quien hace 50 años realizó su trabajo de grado, basado en las condiciones de los campesinos caficultores de la tierra quindiana, tomando como referencia al municipio de Córdoba y su estancia investigativa en el entorno cercano de don Jair. Posteriormente se publicaría con el título ‘La violencia en el Quindío’, (Bogotá, Tercer Mundo, 1975). Sobre el particular, esto anota la autora en su ponencia:
“Luego de la tragedia de La Violencia, en un tiempo más llevadero, y con la recomendación de no continuar con las labores del campo, por prescripción médica don Jair se dedicó a la destreza artística. No sin antes cumplir una misión, como colaborador y coautor de una obra muy valiosa para el registro del conflicto social en Colombia. Esto ocurrió a principios de los años 70, cuando recibió en su casa a un investigador social de la ciudad de Bogotá. Fue su contertulio y en sus pláticas se documentaron los aspectos incidentes de esa etapa dolorosa para la sociedad colombiana…”.
En otro aparte, la ponente se refiere a don Jair como “un hombre campesino que decidió afirmarse en los valores de los símbolos agrarios, como son el trabajo de la guadua y del bambú, para mostrar a la región y a Colombia la estética a través de sus obras de arte, que reflejan la autenticidad y el sentido religioso, así como la búsqueda de la paz. “Y para figurar la belleza de sus hermosas realizaciones, elaboradas con pequeñísimos trozos de bambú y guaduilla, cita un fragmento de la crónica escrita por Doralba Arango Botero, titulada ‘Jair Londoño, el artesano’, incluida en una antología del Taller de Escritura Creativa Renata Quindío, que se publicó con el título “El teatro Yanuba y otras crónicas del Quindío”(Ediciones Café y Letras, Armenia, 2014):
“Una de sus obras más representativas es la réplica de la Basílica del Señor de los Milagros en Buga. Para construirla tuvo que visitarla y tomarle muchas fotos. Le tomó tres años de trabajo. Tiene 800 figuras pintadas con pincel, columnas y arcos, idénticas a la original. En un amplio salón de su casa podemos contemplar piezas arquitectónicas representativas de nuestra región, como casas campesinas y un monumento a la paz, que tiene una paloma y 300 estudiantes representados, el santuario del Divino Niño que cuenta con 520 figuras humanas y otras obras que merecen una visita para valorar a este personaje y sus obras”.
En un reportaje concedido a Yeison Gualdrón, del periódico El Tiempo, el 5 de abril de 2010, don Jair había aportado datos más exactos sobre su magistral réplica de la basílica de Buga. Se refirió a “72.550 ladrillitos en bambú, de un centímetro cada uno, 751 figuras hechas en el mismo material y pintadas a mano y cuatro relojes de pulso que aún funcionan”. Y para otra entrevista, concedida al periódico La Crónica del Quindío dio detalles aún más precisos, sobre esa réplica, que lo colocó en el sitial de la fama de lo que muchos consideran es el legado de una obra “vanguardista”, en el plano de fina y artística artesanía y que no tiene parangón con otras realizaciones conocidas:
“... Todo el trabajo comenzó el 1 de enero de 1991 y terminó en los últimos días de 1994, casi 15 horas de trabajo diarias, precisión del 100 por ciento y 72.570 ladrillitos…”
Don Jair Londoño Torres y su obra magistral, la réplica de la Basílica de Buga.
De esta entrevista, registrada por Camila Caicedo, titulada “Jair Londoño, un campesino con arte angelical’ (diario La Crónica del Quindío, abril 5 de 2014) y cuando él cumplió 90 años de vida, vale la pena transcribir la siguiente afirmación sobre los difíciles primeros años de su existencia, después de anotar a la periodista que había nacido en 1924, en Quebradanegra, la vereda de Calarcá, caserío que fue su corregimiento en alguna época:
“…Yo nací con la obsesión del arte. La música, la pintura y todas las expresiones artísticas siempre me han entusiasmado. Sin embargo, desde muy niño me tocó trabajar en el campo y solo estudié tres años, desde los 14 hasta los 17. Como éramos muchos hermanos, siempre trabajé por ellos, pero sin perder el deseo de hacer algo creativo…”.
Mis encuentros con este ser humano tan especial siempre fueron significativos. Lo visité varias veces con mis estudiantes de cátedra universitaria que -igual que sucedió conmigo- se impactaron con su talante, sencillez, caballerosidad y carisma. Fueron encuentros educadores, de los cuales quiero resaltar el escrito generado en una de esas visitas académicas, presentado por la estudiante María Fernanda Calderón, en el año 2011, cuando ella y sus compañeros conocieron el recinto artístico y que él ya daba a conocer con el nombre original “Flor de Café, añadiendo los componentes de “Galería de Arte Religioso, Obras en Bambú y calidad internacional”. Se motivó tanto la joven alumna, que su escrito es en realidad una de las más completas semblanzas de don Jair. Enseguida, algunos fragmentos de su primera parte:
“.... Campesino quindiano, hijo de Bárbaro y Clementina (q.e.p.d.), es el octavo de doce hermanos, criado en el sector rural, desde la edad de un año llegó a vivir en la finca La Miranda en Córdoba. Contrajo matrimonio el 15 de agosto de 1951 con Ana Rosa Restrepo Ruiz, con quien compartió casi 56 años de vida matrimonial. Padre de diez hijos, 27 nietos y 15 bisnietos...”.
Otros datos de dicha reseña biográfica nos muestran a un personaje versátil, admirable y verdadero ejemplo de superación, pues incursionó muy joven en el campo musical, alternaba las labores del campo con el aprendizaje en la ejecución de la guitarra y el tiple. Interpretaba y llevaba serenatas, escribió la letra y compuso la música de muchas canciones. También escribió poemas, entre ellos uno titulado “A Montenegro en sus cien años”. Dentro de sus canciones, la obra titulada “Cancionero mayor del Quindío”, tomo 2, escrito por el sociólogo Álvaro Pareja Castro y publicado en 1995 por el Comité Departamental de Cafeteros del Quindío, incluye la letra de 38 canciones de su autoría. Sus títulos reflejan el alma campesina y sentimental del prolífico compositor. En la misma obra aparece otro registro interesante, en este caso, sobre el himnario de los municipios quindianos. Es la información sobre la letra y composición musical de dos himnos, uno a Córdoba y el otro al colegio Camilo Torres. Importante dato que nos confirma la enorme tarea musical de este gran gestor, aunque hoy el himno adoptado por su municipio es otro, en ritmo de marcha, con letra de Hearly Sabogal Tamayo y música de Gabriel Alfonso Aguirre Suárez.
Ganó múltiples reconocimientos y avanzó con éxito en su producción artística. De la reseña anotada, resumo las anotaciones más destacadas:
“Con respecto a la pintura, empezó a pintar en óleo en 1949, el motivo del primero fue una mujer indígena en una canoa. Con otro óleo que mostraba el rostro de Simón Bolívar logró un reconocimiento otorgado por el Salón de Pintores del Quindío, el 14 de octubre de 1959. Otra de sus obras se tituló “Chalet campesino del Quindío”, también en bambú, siendo en realidad la primera y la que marcó la pauta para la realización posterior de su obra magistral, la réplica de la Basílica de Buga.
Por su importancia y un diciente calificativo, me permito transcribir uno de los últimos párrafos de la reseña:
“...Ha obtenido muchos reconocimientos, ya que es un campesino que cambió el canasto y el azadón por la guitarra y los pinceles. Apenas logró estudiar hasta tercero de primaria y sin embargo llegó a ser el presidente de la Asociación de Usuarios Campesinos (ANUC), también fue el representante de los campesinos colombianos ante la FAO, incursionó en la política llegando a ser concejal del municipio de Córdoba y diputado a la Asamblea del Quindío y en una oportunidad fue galardonado con el Cordón de los Fundadores en su municipio”.
Siempre los encuentros con don Jair fueron gratos. El último fue el 27 de junio de 2012 en mi pueblo natal, Filandia, la última vez que lo vi, rebosante de alegría. Sentados, al interior del establecimiento llamado Jahn Café, donde él admiró un adorno de la mesa, conformado por los granos verdes, pintones y maduros del cafeto y simulando los colores de la bandera del Quindío, él entendió con ello que otros influjos de su legado - en este caso representado con los granos del emblema agrario más conocido del departamento - eran también resultados de su incidencia en la innovación artística.
Mi encuentro con don Jair Londoño Torres en Filandia.
Falleció en octubre de 2015, en su casa de Córdoba y cerca de su Galería de arte. Años antes, en 2007, había faltado su esposa. Estaba rodeado de sus hijos, nietos y bisnietos. Como lo informó la prensa regional, pidió que su sepelio “fuera algo sencillo, como le gustaban las cosas”.
El próximo encuentro con don Jair es en Córdoba, su tierra querida, donde su hija Clementina y los demás miembros de la gran familia, quieren entregar al Quindío su obra póstuma, el libro titulado “Córdoba, sus gentes y sus hechos”, publicado por Real Editores de Armenia y con una extensión de 243 páginas. Será el inolvidable encuentro con el artista campesino y con la historia de Córdoba.