Opinión / SEPTIEMBRE 25 DE 2023

Apuntes de un cuerpo que arde

Las opiniones expresadas por los columnistas son de su total y absoluta responsabilidad personal, no compromete la línea editorial ni periodística de LA CRÓNICA S. A. S.

Precisamente porque soy la indicada es que me atrevo a escribir sobre aquello a lo que únicamente tengo acceso: mi vida. 

Hace un buen tiempo abandoné la pretensión de buscarle respuesta, explicación y significado a todo. Por qué me traicionó, por qué mi gato no volvió, por qué perdí el vuelo, por qué por qué por qué. Pasaba noches enteras jugando a la sabelotodo y uniendo partes imaginarias de un rompecabezas sin forma concreta. Cuestionaba cada palabra, exigía las no dichas y me atormentaba el acto que ocultaba la verdad. Era un pájaro herido sin poder usar sus alas. 

El cuerpo tiene memoria. Supongo que, como todas las especies, nosotros los humanos poseemos mecanismos de defensa que nos salvan o condenan según la amenaza a la que nos anticipemos. Asumo, con temor a equivocarme, que parte de ese instinto surge porque la experiencia de cada sujeto ha logrado que el cuerpo reaccione, se oculte dentro del caparazón, se proteja del dolor. 

Cuando decidí lanzar al vacío la batuta de mi vida, me di cuenta de que ahora traigo puesta una vestidura invisible en forma de coraza. Si pudiera describirla —de la manera más honesta posible— diría que se parece a la de un gladiador romano: placas de hierro unidas por tiras de cuero que, además de brindarme cierta protección sólida, me permiten la libertad de mis movimientos. Me cubre toda, de pies a cabeza, para que ninguna bala perdida me vuelva a perforar el corazón. 

De hecho, ya no tengo la suficiente certeza de si alguna vez amé o fui amada. Tampoco me invade la angustia por escudriñar entre mis recuerdos hasta hallar esa palabra, esa caricia, ese golpe de ternura que me traiga una respuesta, porque ya no la necesito. Tan solo pretendo asimilar —si es que se puede— el ardor que cargo en mi cuerpo, que quema por dentro, que me transforma en partículas de cenizas pasadas y presentes, pero ausentes. 

He perdido y me han perdido. Camino lentamente hacia el dominio de la ausencia que traza mis días, mis noches. Acudo al silencio porque la palabra me ahoga, sobre todo cuando es la que me ha domesticado. Basta, me digo. ¿De qué sirve privarme de lo que soy? Quiero deshacerme de mi blindaje, dejar de ser ese animal extraño que se aísla del mundo, que se sustrae en el tiempo y busca las esquinas menos ruidosas. En cambio, hacerle caso a mi deseo salvaje que se alimenta del fuego, a mi coraje que me salva del caos: tan solo aceptar que para encontrarme tuve que perderme. 

Bishop escribió que no es difícil dominar el arte de perder. «…tantas cosas parecen decididas a extraviarse / que su pérdida no es ningún desastre. / Pierde algo cada día. Acepta la angustia de las llaves perdidas, de las horas derrochadas en vano… / Después entrénate en perder más lejos, en perder más rápido: / lugares y nombres, los sitios a los que pensabas viajar…». No es un desastre: sé que me volveré a perder; y también que me volveré a encontrar.


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