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No eran cuentos, aunque la realidad tiene tratos con la fantasía y la imaginación. A la entrada de la casa de aire inglés con la pátina auténtica de los años 40, hay una mole de piedra tan hermosa como un teorema profundo y elegante en su resolución. La puerta la abre un caballero de medias amarillas para espantar la mala suerte, chaqueta de hilo de oveja australiana, calzones que tienen la impronta de un sastre bogotano que mira a la aguja y al tejido preparándose para una operación de arte y destreza para cerrar el pespunte interior del bolsillo.
El rostro atezado por el sol crepuscular de Bogotá sale de la camisa blanca de cuello francés, confeccionada a mano en Nápoles, -serán ásperos los mafiosos de El Padrino, pero ¡no hablaré mal de su gusto por las camisas! Entras del ruidaje ¡se venden tumes y dulce de guayaba para las onces!, al pasillo en penumbra de luces de otra dimensión- La luz bogotana debe ser sin brillos chabacanos, ¡noo, noo, si hay luz que sea de penumbra!, cambio toda la luz corroncha por una araña barroca, con misterio de luces y sombras. Sin penumbra nada luce en una casa de verdad.
La lámpara de la sala es un milagro de vidrio invisible, se dibujan sus translúcidos arabescos retorcidos a punta de soplar y hacer botellas fantásticas. Los techos altos de la casa tienen lámparas color de madreperla, azul como del caribe en la sala; vidrio para bombillas en cada brazo de murano, parece cáscara de huevo de topacio. El caballero de Bogotá le dice a ella—Mira Amelia no te vayas a tirar este mueble.
Me costó ir a las Cruces y lidiar con Jaime, y tú sabes que Jaime es más escurridizo que cartero de Medellín, pero que tiene buen gusto, mira esta mesa de madera de roble de la sabana de Bogotá, de la época de José Celestino Mutis. Mira Amelia debes tener cuidado, tienes mija la mano pesada, pero este sillón donde se sentó Manuelita Saénz, la noche en que iban a asesinar a Bolívar en septiembre, es de mimbre de Viena.
El caballero de preciso acento bogotano le cuenta el chisme – No me vayas a hacer quedar mal Amelia, te lo cuento a ti. Manuelita Sáenz es la tatarabuela de los Pombo, ay no mija, y se las dan de abolengo. Si no supiéramos que Manuelita estaba volada en Santa fe de Bogotá, de su marido inglés, al que dejó por Bolívar. Este mueble por favor, Amelia, trátalo como si fuera de huevo.
Es un secretaire francés. La madera es un espejo de color miel. Tiene incrustaciones de nácar de las islas del Pacífico sur, y guarda secretos de cartas malignas, de historias de plagios y rescates en las guerras de independencia colombiana. Deslumbra su belleza de antigüedad santafereña. Amelia que tiene la piel hermosa, de ébano del Chocó, va escuchando al Caballero del pañuelo de hilo violeta en la solapa. Piensa en su río, imaginando el sol que entra a chorros por la ventana, mientras el pescao huele a hierbas y sazón del Pacífico y le dice- ¿Mi doctor y por qué no vende todos esos palos viejos y se compra una casa de brisa a la orilla del río y hace lo que le dé la gana mientras se come un buen pescao?